NOTAS SOBRE LOS YUYOS
REVISTA CORRESPONDENCIA #2.
2011

Leo cosas sobre yuyos y encuentro un concepto que se repite, “plantas invasivas”. Luego de la descripción de una planta a veces viene “es invasora, considerada una maleza o mala hierba” como si de no ser por esa condición, por esa incontinencia que la caracteriza, se la podría considerar una planta noble. Una buena hierba. Qué idea fuerte la de invasión: ¿qué implica? Implica que algo se mete por la fuerza donde no debe. Para una invasión necesitamos, primero que nada, un perímetro: para poder decir que algo está adentro y algo afuera. Necesitamos trazar una fronte-ra que divida al invadido del invasor. Ver una división en una discontinuidad es una decisión. Podríamos también elegir ver la discontinuidad como parte de un paisaje variado.

Las fronteras son temas delicados, propicios a discusión y de mantenimiento violento. Son las fronteras donde se libran las guerras y las que cuida el ejército. Las que el es- tado usa para definirse. Donde suceden los negocios ilíci- tos, donde se hacen las burocracias de la pertenencia y la expulsión. La división entre invadido e invasor puede ser una frontera “imaginaria”, una categoría, como la que divi- de lo limpio de lo sucio, las categorías también se trazan, como las fronteras, con una línea de tiza mental. Son igual de violentas y también necesitan mecanismos de control que las mantengan en su lugar. Pero las guerras que suce- den en nuestra cabeza son más calladas y sólo escucha- mos los tiros cuando algo nos lleva bruscamente al campo de batalla. Las invasiones suceden cuando las fronteras no se rompen pero se traspasan. Pueden ser invasiones al estilo “horror de la derecha” donde se siente que viene una ola inevitable y violenta (un malón, un aluvión... para usar metáforas que todos conocemos) que al descargarse sobre nuestra realidad la cambiará para siempre y no ha- brá más nosotros. El mundo terminará porque no estare- mos más nosotros, serán ellos los que pasearán impunes por nuestras calles. Otra invasión es en la que el enemigo duerme, acecha, entre nosotros, esperando la orden de re- agruparse. El enemigo son células en el cuerpo de nuestra nación, esperando a agruparse en forma de cáncer malig- no e imparable. Latente. Otro tipo de invasión puede ser la del caballo de Troya, una especie de mezcla entre las dos anteriores. El que duerme en la invasión de Troya no es el “otro” sino el “nosotros” y el pasaje de “nosotros a otros” mediante el asesinato de los hombres y la violación de las mujeres se hace de noche, a la mañana siguiente nos le- vantamos trasladados.

¿Qué hacen los yuyos que las vuelve plantas invasivas? ¿Cómo una planta puede invadir algo? ¿Por qué nos referimos de una forma tan simbólicamente violenta a unas plantas?

La palabra yuyo viene del quechua, yuyu, que significa hortalizas, verduras, cosas que se comen. Plantas comes- tibles. ¿Tenemos que asumir que en el momento en que se abre la vocal final y se hispaniza se las convierte en plantas inútiles? ¿O que justamente por ser una palabra quechua para plantas útiles se la usa para plantas que sólo los bár- baros considerarían útiles? Toda palabra, al fin y al cabo, es una metáfora. La palabra que hablaba de algo útil se vuelve inútil, molesta. Esa idea tan moderna / colonial de que todo lo que no puede ser clasificado es inútil y molesto. Como si no existiera el conocimiento afuera, lo de los otros no es conocimiento (en el mejor de los casos es superstición, en el peor idiotez) y molesta (hace ruido, es difuso, no entra).

Me veo caminando entre unos árboles y pensando “rojo, verde, rojo, rojo, morado, verde, verde”. Mirando al suelo y separando lo venenoso de lo amargo, lo dulce de lo peli- groso. Casi todo lo que me rodea es comestible. Rojo, ver- de, rojo, verde, rojo. El único color que ven los pájaros es el rojo. Ahora, es el único color que puedo pensar. En una zarza todo lo que no es rojo no existe. Algo sobre eso.

También, las plantas no domesticadas comestibles son las que más nutrientes tienen de los que la medicina moder- na considera difíciles de conseguir en la dieta occidental (Omegas bli bli, vitaminas locas, cosas raras). Es casi una paradoja: necesitamos comer yuyos, estamos hechos para eso (nuestro cuerpo necesita, conecta con la cadena química de esas plantas), pero cuando los domestica- mos para que comerlos sea más fácil, pierden la condición salvaje que los vuelve buenos para nosotros. Buenos para comer.

No somos románticos.
El monocultivo sería la neurosis obsesiva de la agricultura.
Hay una corriente de pensamiento que dice que la inven- ción de la agricultura fue también el invento de la explo- tación (simplificando mucho): se inventa la división del trabajo, la segregación de los sexos, el control sobre la naturaleza como una “necesidad”, una carrera contra el lla- no. Se inventa la idea de salvaje vs. domesticado, luego se jerarquizará lo domesticado como bueno y lo salvaje como malo. Malas hierbas. La civilización cultiva (cultura), el sal- vaje caza y recolecta (barbarie). La explotación como el cultivo son conceptos interdependientes que vienen de la misma matriz ilustrada. Tenemos una imagen mental muy fuerte en la que el cultivo, el control, va ligada con la civilización.

Hay un yuyo que escuché llamar “árbol de la vida”. Es una planta que aparece en las macetas y los resquicios de las baldosas, tiene hojas verdes y carnosas, un tallo finito que termina en una flores rosas o blancas muy delicadas y unos “coloridos frutos de colores rojizos y dorados, bri- llantes como pequeñas joyas, le valieron el nombre de Jo- yas de Opar (Jewels of Opar), como el de la famosa novela Tarzán y las joyas de Opar”. Además de ser comestibles, similares a la verdolaga, ricos en propiedades medicinales y de la honesta belleza de la planta no cultivada, es una de las plantas que el INTA lista como tolerantes al glifosato.
Una técnica muy llamativa del cultivo intensivo es cubrir todo el suelo con un plástico al que se le hacen agujeros distribuidos en una prolija cuadrícula. En esos agujeros se ponen las semillas o plantines que se eligen, el plástico evita que los yuyos compitan con ellos por la luz y los nu- trientes, asfixiándolos. Una inmensa extensión de lomitas de tierra grisácea cubiertas con plásticos negros, celestes, verdes. Hay que admitir que el monocultivo y la agricultura intensiva han producido imágenes dignas de una instala- ción perversa de arte contemporáneo. Lo cual no habla bien del arte contemporáneo tampoco.

Vivimos una contradicción: hoy, los yuyos son útiles e inúti- les. Viven en una zona intermedia en nuestra cabeza como la zona intermedia donde crecen en el mundo. Nos hacen experimentar algo raro, algo que no cuadra y que no nos cuestionamos. No pasamos por ningún dilema cuando tomamos un té de tilo, y supongo que tampoco tendrá dilema el agricultor intensivo que previene las malezas de su cam- po cubriendo la tierra con un plástico. Hay un momento de incomodidad, de duda, cuando vemos una planta cuyo consumo reconocemos creciendo por ahí afuera de lo cultivado. Vamos a dudar en comerlo, a pensar durante un ins- tante si no lo abra meado un perro, si no estará sucio, si no será venenoso. Hay una potencia, una fuerza en esa grieta de la experimentación de las categorías.
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Se habla mucho de la concepción cíclica del tiempo de las sociedades agricultoras. Un chico que trabaja de jardinero me contaba una vez que estaba trabajando para una seño- ra que tenía un jardín perfecto, con un laurel, me dijo que su trabajo cuando iba a esa casa era “básicamente, ir a matar plantas”. La señora estaba muy preocupada porque su lau- rel tenía una plaga, “¿cómo no va a tener plagas si es una planta foránea que no tiene nada que ver con este clima y este suelo?” me decía. La señora insistía con que le tirara veneno para matar la plaga. “Por suerte logré convencerla de que el agua que le estaba rociando al árbol era un vene- no, y a la semana ya estaba contenta diciendo que el laurel estaba mucho mejor”. También me dijo que una parte del jardín había crecido una planta nativa de flores rojas muy bonitas, y que por suerte logró convencer a la señora de no rociarla con veneno cuando la planta floreció y pudo mos- trarle las flores rojas tan bonitas que tenía. La modernidad estableció innumerables dicotomías irresolubles, una de ellas fue la oposición entre saber y hacer. Complejizar la idea de la agricultura como explotación tiene que ver con cruzar esa frontera entre saber y hacer. Al fin y al cabo, el chico de la historia es un jardinero, se supone que es el en- cargado de trazar fronteras y controlarlas en el jardín, de controlar lo salvaje. Sin embargo, su relación con el hacer del jardín y la naturaleza de las cosas con las que trabaja (las plantas, la tierra, el agua, el clima, la historia de esas plantas, de esa agua y ese clima, etc.) le permiten comple- jizar su lugar y su relación con ese lugar. Los jardineros, al contrario de lo que se supone, suelen hacer eso. La rela- ción cíclica con el tiempo puede ser vista desde esta óp- tica de una relación profunda entre lo que se es, se sabe y se hace.
¿Importa la identidad del yuyo? Sí y no, ¿qué hacemos con lo inclasificable? ¿Un té?

Hay todo un bagaje de conocimiento paralelo sobre yu- yos. Hay conocimiento escrito, parte de la pulsión clasifi- catoria que puso todas las plantas del mundo por escrito, la botánica. Pero el conocimiento oral del yuyo es el más profundo. El yuyo no importa tanto botánicamente, botá- nicamente son malezas y plantas invasivas... parte de una serie de familias cuyos verdaderos representantes son las especies cultivadas, seleccionadas y perfeccionadas. Son las hermanas feas y desocupadas. Pero en el murmullo continuo de la oralidad, los yuyos son plantas curativas, preventivas, alimenticias, misteriosas, alucinógenas, ilegales, venenosas.
Las nueces se parecen a cerebros porque son buenas para el cerebro.